viernes, 20 de junio de 2008

La fuerza de la fe.

Hace poco, cavilando y divagando en la extensa bóveda de mis pensamientos, me di un chapuzón dentro de ellos y les puse atención detenidamente.
Siempre pienso, nunca dejo de hacerlo, aunque me encuentre activo, siempre pienso, aun cuando estoy dormido, no dejo ni un instante de hacerlo, hay veces que mis pensamientos son copiosos, pero a veces son muy claros como el que a continuación les relataré. Tal vez, estoy regido por la máxima de Bacon y Voltaire… “Pienso; luego existo.” Pensaba en esto.
¿Por qué, si la principal prueba de la existencia de Dios es la revelación interna que da a cada uno de nosotros del mal o del bien, ha de estar limitada esa relación a lo que llamamos Iglesia? ¿Y aquellos millones de budistas y musulmanes que igualmente buscan el bien?
¿Qué temores me inquietan?
Sí, las leyes del bien o del mal reveladas al mundo, son la prueba evidente, irrecusable de la existencia de Dios; lo reconozco en el fondo de mi corazón me unen así, por amor o por instinto, a todos los que como yo, las reconocen.
Antes existía y seguirá existiendo un pensamiento de dolor y pesadumbre, pero cuando alguien me ve pasar, podría juzgar que soy pleno y feliz. Este sentimiento, no me deslumbra ni me hace feliz como pensaba, así como el amor, no ha tenido para mí sorpresa ni entusiasmo, después de ya innumerables fracasos el dolor no es parte de mí vida. ¿Debo de darle el nombre de fe? No lo sé. Sé solamente que se deslizó en mi alma con el sufrimiento y que se ha implantado firmemente en ella.
Probablemente, persistiré en expresar mis ideas fuera de razón; sentiré siempre una barrera entre el santuario de mi alma y el alama de los demás.
Mi vida interior no estará ya a merced de los acontecimientos; cada minuto de mi existencia tendrá un sentido indudable que estará en mí poder imprimir a cada una de mis acciones: ¡el sentido del bien!

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