Sentado en aquel rincón
como mosca de bar,
pidiendo el último trago.
Llevo trece, y ninguno me he tomado.
Existe un boquete en el techo.
Hoy llueve, como todos los días.
Una gota calcina lo que era mi sombrero
y el chaleco acordonado, se va deshaciendo.
Así paso las noches.
Soñando con el día,
que la tarde no me abandone,
que no me falte tu despecho.
Amargo me he convertido.
Huraño es mi nuevo nombre,
¿Qué hice de mi vida?
En verdad que no lo recuerdo.
Camino hasta llegar a aquel farol oxidado.
Doy vuelta en Desgracia.
Puedo ver el torrente de luz
que se escapa de mi pequeña choza blanca.
Aquella que vio tantas rosas
y en su regadera tardes de pasión.
Todo se marchó.
Sólo espero que alguien me lleve.
Respiro, por acción humana
el aire híbrido que transpira
a diario la pequeña casa.
No hablo de religión. Es imposible no pensar.
Aprovecho cada una de tus páginas
porque sé que no habrá más.
Cada línea delgada de tinta
porque podría ser la última.
La Luna llora mi mal camino
y la noche se hace vieja por un minuto.
El corredor está lleno de fantasmas.
Me reciben con los brazos bien abiertos.
El cebo de la vela pide a gritos
que esfumarse la deje.
Aparece un gato púrpura
se compadece con los ojos y maúlla para mí.
La lluvia es más fría que antes.
Todos mis miembros
se congelan al compás de mi silbido.
Veo mi mano negra, saludando a un ladrillo.
Si no fuera porque me falto tiempo
para decir ciertas cosas.
Si mi celda interna me dejara escapar
y tomar pastillas rosas. Y así volar.
Y no es porque estoy cansado y viejo.
Fue porque vi a Muerte.
Me dejó escribir mi epitafio.
“A veces no hay que morir
para nunca sentirte vivo”